Por Gerardo Vera


Soy un mal tipo, mal amigo y casi un demonio… Eso dice Facebook (Mal tipo: argentinismo para referirse a alguien a quien no le importa el prójimo).

¿Cómo sé que soy un “todo eso”? De la manera más simple: porque acabo de pasar por alto una foto de un chico desnutrido del África sin ponerle “me gusta”, porque no copié el post que decía “si sos mi verdadero amigo lo vas a publicar en tu muro por una hora pero sé que algunos no son tan amigos para hacerlo” y porque casi me recibo de demonio por no poner “amén” a esa foto que decía “si amas a Dios escribe amén”.

Aunque podamos quitarle dramatismo y razonarlo en esta columna, lo cierto es que ésta es una pequeña muestra de cómo cada día estamos expuestos a reaccionar a consignas que nos toman como rehenes emocionales de otras personas y nos movilizan a actuar, haciendo cosas que no nos interesan o no nos gustan, simplemente porque apretaron nuestro botón interno de la culpa o el botón interno de la necesidad de aceptación.

El abuso emocional a un click de distancia

Internet y las redes sociales tienen muchas cosas buenas. Un buen uso puede resultar en muchas acciones positivas. Pero seamos realistas: que marque “me gusta” en una foto de un chico desnutrido de África no le va a cambiar la vida a los chicos desnutridos de África si yo no hago algo concreto por ellos en el mundo real. Como por ejemplo, donar unos quince euros (poco más de trescientos pesos argentinos, el costo de cinco botellas grandes de gaseosa), que es lo que le cuesta a la fundación “Mary’s Meal” alimentar con una comida diaria durante todo un año escolar, a niños en lugares tan remotos como Malawi, Kenya, Liberia, Tailandia o la devastada Siria, entre otros tantos. Me consta por una amiga que trabaja para esta ONG allí en Malawi. Tampoco nadie se sanará de cáncer por copiar el post de mi amigo, quien se verá decepcionado por mí cuando vea que nada de eso aparece en mi muro. No creo que se replantee nuestra amistad por eso (espero que no), y si esa acción sanara el cáncer, avísenme en dónde se retira la cura a los enfermos, porque por ahora el cáncer de pulmón de mi papá no se enteró de todos los likes de esa publicación.

Aunque nuestro amigo de Facebook –del mundo real o un contacto virtual- no haya tenido la intención de manipularnos al replicar él mismo esa publicación, lo cierto es que ese tipo de publicaciones apuntan a manipular nuestras emociones. Alguien que escribió y publicó en primer término, sí le estaba apuntando a las emociones de quienes serían sus receptores. Y las respuestas no tardarían en llegar por cualquiera de las dos motivaciones: culpa, necesidad de aceptación o lo más probable, ambas en algo así como combo.

El botón de la culpa

La culpa es el botón que los psicópatas tienen la maestría de saber usar. Pero sin irnos a los extremos, cada día enfrentamos muchas situaciones en las que decidiremos frente al hecho de sentir culpa, sea ésta real o imaginaria.

En los casos que describí es una culpa totalmente imaginaria. Es imaginaria porque mis acciones no realizarán ningún cambio sobre la situación que me presionó a actuar.

¿Por qué podemos sentirnos culpables? El sentimiento de culpa podrá venir por dos factores: por hechos reales en los cuales tenemos responsabilidad al hacer algo -por ende podemos sentirnos culpables por las consecuencias- y por hechos en los cuales no hacemos nada y que tenemos el sentimiento del deber incumplido: debíamos haber actuado, pudimos participar y se supone que nuestra participación hubiese hecho una diferencia. Algo que no podremos saber a ciencia cierta, lo que nos deja con simples especulaciones. Quizás nuestra participación hubiera terminado en iguales o peores resultados.

Los seres humanos, en general, buscan echarle la culpa a alguien de lo que ocurre, aún cuando sea su responsabilidad. Desde el principio de los tiempos, Adán le echó la culpa a Eva de comer del fruto prohibido y Eva a la serpiente, pero ninguno se quiso hacer cargo de su error. Y así llegamos a nuestros días repitiendo a través de los siglos esta misma conducta del “yo no fui” como algo incorporado en nuestro “ser” humano.

Entendemos que siempre tiene que haber alguien responsable de las consecuencias. Y si esas consecuencias no son buenas, nadie quiere ser el portador del título de “culpable” por el desastre. De tal manera que vivimos evadiendo la posibilidad de ser culpables de algo, tanto delante de los demás como -sobre todo y lo más importante- delante de uno mismo. Quizás nadie se entere, pero yo sí me entero de mis actos. De la única persona de quien no podré escapar que me señale que “soy culpable” soy yo mismo.

Si nos lo explicara Freud nos diría que el Súper Yo, la parte de nuestro inconsciente que se ocupa de mantenernos a raya y nos pone límites internos, siempre estará allí para recordarnos nuestra falta. A mayor presencia del Súper Yo tendremos mayor rigidez de pensamiento y seremos más duros con nosotros mismos.

Explicado de otro modo, todos tenemos una conciencia que nos indica lo que está bien y lo que está mal. Y por tener esa conciencia nos acusan o defienden nuestros razonamientos. Pero lo que es inevitable es que si no tengo a nadie a quien echarle la culpa tenga que hacerme cargo de mi responsabilidad. El problema es que esa responsabilidad la terminaré viviendo como “culpa”, lo cual me trae tortura y dolor emocional.

El botón de la necesidad de aceptación

Todos necesitamos vivir en sociedad, compartir la vida con otros. Así fuimos creados. Eso también significa que desde el primer día de nuestra vida y aún en el embarazo, necesitamos ser y sentirnos aceptados por esos otros, ya sean nuestros padres y familiares como por el resto de las personas.

Necesitamos sentir principalmente que somos amados por las personas que tienen relevancia para nuestra vida y aceptados por el resto. Un bebé que es privado del amor, la contención y el toque amoroso físico en su piel sufre lo que se conoce como marasmo. Su sistema inmunológico se debilita, se enferma y muere, no sin antes llegar a esa muerte con déficits en su crecimiento físico y desarrollo psíquico.

De igual manera, mientras seguimos creciendo y aunque tengamos cincuenta años, también necesitamos de un otro que nos brinde afecto, que interactúe con nosotros quizás al menos con un apretón de manos o un abrazo, y necesitamos sentirnos aceptados.

El proceso de sentirnos aceptados y de “encajar” socialmente comienza en nuestro seno familiar a través de las actitudes de nuestros padres, continuará en la escuela primaria y tendrá su primer gran irrupción en nuestra vida cuando atravesamos la adolescencia, donde como personas buscamos diferenciarnos de nuestros padres y “encajar” en un grupo que se convierta en nuestro grupo de pertenencia que nos brinde una identidad definida para la sociedad. Pero el incorporarnos a un grupo social implica adoptar sus pautas sociales y culturales, es decir, su forma de vida, respondiendo a lo que se espera de uno para formar parte o ser excluido. Nuestra sociedad en general también actúa de esa forma como un gran grupo y nuestra familia como otro grupo más pequeño en el cual crecimos, nos desarrollamos y del cual salimos al mundo.

Si nuestras emociones están sanas y nuestra estima es correcta, tendremos claro lo que queremos y lo que no, qué nos hace felices y qué no, y a qué le diremos que sí o que no, en pos de mantener nuestra paz interior, nuestros principios, ideales, valores y el rumbo que nos trazamos en la vida.

De ser así, podremos entonces lidiar con el hecho de que no podremos agradar a todo el mundo si es a uno mismo a quien primero buscamos agradarle, conforme a nuestras necesidades personales y valores, que incluirán cuestiones como actuar conforme a mis convicciones y creencias.

Pero si nuestras emociones no han sido sanadas, y nos pesa la carencia de afecto que podamos haber tenido en algún momento de nuestra vida, la necesidad imperiosa de sentirnos queridos y aceptados hará que tratemos de agradar a todo el mundo primero, ante el riesgo de hacer o dejar de hacer algo que nos haga perder esa aceptación.

Este botón –el de la necesidad de ser y sentirnos aceptados- puede llevarnos a hacer cosas que no queremos o no nos gustan con el único fin de agradar a alguien, esperando que ese otro reconozca que estamos haciendo –o dejando de hacer- algo conforme a sus propios intereses, que no tienen por qué ser favorables o iguales a los nuestros, pero que nos aseguran ser aceptados.

Cómo evitar ser rehenes emocionales

Los manipuladores utilizarán estas dos armas en tu contra, o mejor dicho, a su favor. Porque no se trata de hacerte mal –aunque según el caso pudiera ser una consecuencia lógica- sino que buscan tener un beneficio, sacar un provecho o simplemente tener dominio sobre uno para lograr que uno haga lo que ellos quieren y sostener una relación de poder.

El miedo al rechazo y al abandono es el gran fantasma despertado a través de la culpa en las personas con inseguridades y baja estima. Buscarán hacerte sentir culpable de estar mejor que el otro o de ser la razón de sus males.

Este es el mecanismo que también opera detrás de los mensajes de las redes sociales. Si no le das “me gusta” a la foto eres una mala persona al ser insensible a las necesidades de los demás que tienen una desventaja en relación a ti. Tú estás mejor, no eres un niño desnutrido de África y como si eso fuera poco, ni siquiera te conmueve como para darle un “like” que no te cuesta nada.

Y entonces te asalta el fantasma del “qué dirán”. ¿Qué pensará mi amigo que no copié el post del cáncer para demostrar que soy un buen amigo? ¿Y si me borra de su Facebook? Yo te diré que pasará: N-A-D-A. Porque son simples cadenas y vos podés tener la valentía de cortarlas.

Lo importante es que puedas identificar este tipo de manipulaciones dentro y fuera de las redes sociales para que nadie te manipule. Poder decir que sí o que no de acuerdo a tus propios intereses y necesidades y no en función de las necesidades de otro que te manipule, por temor a que te rechace por no cumplir con sus demandas, con su extorsión. Porque si cedemos entonces nos transformamos en rehenes emocionales.